March 27, 2007

Escondido, entre la culpa y la responsabilidad

Escondido, como Río Místico, narra, en su superficie, una historia familiar, pero termina narrando, entre líneas, una Historia (con mayúscula) de resonancias más amplias, pues alude a las deudas y contradicciones de la sociedad y la historia francesa. Lo singular –y lo fascinante- es que ese contexto histórico, sustancia y masmédula del filme, se tangibiliza en la apariencia y el armatoste de un filme de género, un thriller, una narración de acoso y angustia, de peripecias individuales. Y alude a la Historia sin esgrimir tesis ni disquisiciones sociológicas, discurso: lo suyo es el reino de la imagen, del video, del relato onírico.

Por eso, como pocos filmes, Escondido encarna el desideratum godardiano de que el cine sea verdad 24 veces por segundo: verdad incómoda, ambigua y contradictoria, no digerida; verdad que regresa, de los sótanos del inconsciente (individual y colectivo), con la contundencia de una regurgitación, de un asomo de vómito y estela caústica para incomodar espectadores y conciencias.

Freud, ese otro austríaco aguafiestas, llamaba a los niños “perversos polimorfos” (¿Diría lo mismo el niño Majid del niño Georges?). Como es sabido, la suya fue, a inicios del siglo XX, una gran cruzada intelectual para, entre otras cosas, “desingenuizar” los años aurorales del psiquismo humano, pródigos de terrores y fantasías. Pero desingenuizar no implica, como correlato lógico subsecuente, culpabilizar, que es un acto de adscripción moral, sino tan solo devolver volición y autonomía, es decir, libertad (y responsabilidad).

Eso es lo que, en definitiva, sugiere Hanecke con el intenso retrato de Georges Laurent (Daniel Auteil), el intelectual francés que ve desbaratarse su mundo con cada envío de videos que lo evidencia observado, mostrado, señalado. Así, ese secreto remitente construye el marco preciso para que afloren los escondidos secretos (privados y públicos) de Georges (y una cierta Francia) que son los que, a fin de cuentas, lo terminan acosando, pues, para exorcisarlos, miente a su mujer, intenta vanamente remover los recuerdos de su madre o amenaza con formas ajenas a su mundo burgués, libresco y bienpensante . En suma, se moviliza y se agita porque no tolera la responsabilidad de sus actos infantiles entre los que, desde su visión adulta, proyecta culpabilidad. Tal vez por eso, éste es un filme que puede ser particularmente sugerente en un país como el Perú, tan dado a olvidar y negar sus heridas del pasado, incluso cuando éstas se representan en los supuestamente inocuos terrenos del arte, como lo grafican el rechazo y resistencia (in)civil que han provocando la muestra fotográfica Yuyanapaq o el polémico memorial El ojo que llora que conmemora a las víctimas del terrorismo, entre 1980 y el 2000. Y es que, a fin de cuentas, en el Perú, la discriminación se mama en casa, y es así como se naturaliza, ajena a la culpa y a la responsabilidad. Por eso, como Georges, una parte de la sociedad peruana se revuelve para evitar el regreso de lo no digerido ni resuelto, lo ominoso sepultado en los sótanos de la conciencia individual y colectiva.
Esta es, por cierto, la veta a la que pertenecen los mejores filmes peruanos -o hechos en el Perú- de años recientes, como Compadre y La otra orilla de Mikael Wistrom, o Días de Santiago de Josué Méndez, filmes incómodos y necesarios que hurgan con sequedad los márgenes y los recovecos de nuestra sociedad.

(Esta nota fue originalmente publicada en http://www.paginasdeldiariodesatan.blogspot.com/ )

Joel Calero