May 22, 2008

CARTELERA MARZO


LUZ SILENCIOSA
Por Diego Cabrera


Carlos Reygadas es un terrorista de la imagen. Sus películas suelen ‘espantar’ a un gran sector del público, y no precisamente a la manera de Polansky, Romero, Craven o Mike. El ‘terror’ que infunde el mexicano es más antropológico y social que subterráneo y metafísico, parte de la intolerancia y el prejuicio, de la cultura popular y los mass media. Si algo lo emparenta con los maestros del horror antes mencionados es su filiación con lo desconocido, o, mejor dicho, con lo no reconocido. Eso es lo que a cierta gente le resulta verdaderamente aterrador: ver en pantalla la Latinoamérica menos fotogénica, el México menos lindo y querido, sus ciudadanos físicamente menos agraciados y emocionalmente más marginados.

Sin embargo, vale decir que el mexicano también espanta por sus excesos. Como cuando en Japón (2002), luego de invertir los papeles entre “Hombre” y Ascensión, se regodea innecesariamente en la infelicidad de su primer ‘resucitado’; o cuando en Batalla en el cielo (2005) repite hasta el hartazgo el izamiento alegórico del pabellón mexicano o cuando no quedan claras las motivaciones o padecimientos de Marcos en su resolución. Luz silenciosa (2007), en cambio, es menos barroca, más reposada, madura y literalmente diáfana.

La historia plantea un conflicto moral. Johan forma parte de una comunidad menonita afincada al norte de México. Contraviniendo las leyes divinas y mortales, Johan se ha enamorado de Marianne. Esther, su esposa y la madre de sus seis hijos, lo sabe y lo sufre. Él tiene que tomar una decisión pero no se atreve. Por ello busca consejo en su amigo Zacarias, quien le insta a ser valiente, a asumir su destino al lado de Marianne, “su mujer natural”, y luego en su padre, un fanático predicador que le recrimina el haberse enamorado de otra mujer y afirma que su infidelidad es “obra del maligno”. Al final, un milagro decidirá el curso de tan desdichado amor.

Luz silenciosa propone una dialéctica entre lo terrenal y lo etéreo, entre lo supuestamente sagrado y lo profano, entre la materia y el espíritu. Sin embargo, alberga también una correspondencia. Si se enfatiza tanto la presencia de lo natural –presente hasta en el uso de la luz- no es debido a una animosidad paisajista, como se pudiera pensar en un principio, sino a la relación existente entre el espacio filmado y el discurso que lo subyace. Esos planos tan esteticistas de apertura y clausura no son solo señal del paso del tiempo, del inicio de un ciclo y el fin o el reinicio de otro, un vía crucis y una resurrección que se hacen patentes desde que Johan detiene la marcha de un reloj en su morada, como queriendo suspender su sufrimiento, hasta que su padre lo reactiva una vez ocurrido ‘el milagro’; sino también de una naturaleza que está en armonía con sus criaturas.

Una naturaleza ajena a la clausura de los sentimientos (en el diálogo ya comentado entre Johan y su padre, el anciano cuenta que pasó una situación similar a la de Johan durante su juventud, pero se forzó a dejarla porque se dio cuenta que no era conveniente “atraer las ganas de sentir”. Al final, el predicador termina admitiendo que siente envidia por la “sensibilidad” de su hijo.), a la “superstición” entendida como temor de Dios, como condicionante de la fe. Lo natural, lo verdaderamente humano, es ser fiel a nuestros sentimientos más puros. No es casualidad que los personajes más conscientes de su ‘humanidad’, sean presentados a contraparte de sus pares más fanáticos: Marianne, encaramada sobre la montaña, cerca de un sol del cual, más adelante, absorberá la energía suficiente como para hacer andar a los muertos, como si formara parte de una epifanía, y Zacarias, un mecánico que escucha corridas y bromea con las orejas para distraer del dolor a las hijas de su amigo, emergiendo de una zanja que forma parte de su taller de reparación de automóviles.

Sin embargo, la escena climática de la película nos depara una paradoja en torno a la terrenal Marianne. Ese mismo personaje al cual accedíamos casi a ‘ras del suelo’, luego de surcar rocas y maleza y de emprender un ascenso bucólico, el mismo que es el desencadenante del drama familiar, será también el encargado de darle a la pareja original una nueva oportunidad. Y es que a diferencia del Ordet, la obra maestra de Dreyer que es abiertamente homenajeada en la mentada escena, Luz silenciosa no es un alegato acerca de la religiosidad y la fe en Dios sino todo lo contrario: es la afirmación de la tierra y del sentimiento más humano de todos. De ahí que la desdichada amante sea capaz de inmolar su corazón para detener el sufrimiento de su amado.
Parece que finalmente la redención dejó de ser para el director mexicano una cuestión mortal: Luz silenciosa confirma que Reygadas no cree en la ciencia (“No siempre la ciencia tiene una respuesta para todo”, sostiene un doctor hacia el final del filme) ni en la religión, sino en el milagro del amor.

Fecha de estreno en el Perú: 27 de marzo del 2008.

May 9, 2008


Prisioneros del recuerdo
El cine de Kar Wai Wong a propósito de su obra más lograda:
Happy Together


Por Diego Cabrera

Desde sus inicios como cineasta, Kar Wai Wong ha intentado transmitirle al público sentimientos (1). Pero eso en el mundo artístico no es ninguna novedad. Muchos sino todos los artistas anhelan la sincera emoción de sus receptores, sea cual fuere el campo en el que se desenvuelven. Lo que lo diferencia de sus colegas es cómo pretende sensibilizarnos, la forma con la que acomete tan delicada empresa.

Hasta Fallen Angels lo que llamaba la atención sobre este director era su estilo. Sin embargo, sus películas resultaban erráticas, ambiguas y hasta crípticas. Su apariencia cool y su aspiración avant-garde funcionaban en detrimento de su sentido final, y obligaban a una re-visión para tentar un entendimiento más racional que intuitivo. Cierto vacío acontecía a sus resoluciones, mas no por ser estas inquietantes o desoladoras, sino porque en ocasiones devenían fáciles y simplonas (ver As Tears go by y Fallen Angels). Se podría decir que en sus cinco primeros trabajos priorizó priorizo la presentación, el ornamento, en vez del contenido, de la solidez dramática -quizá lo más antológico de esta primera etapa sea la música incidental que utiliza-. Recién en Happy Together es que consigue conmovernos con su narrativa más de lo que nos ataranta con sus afectaciones.


Sangra, corazón

Happy Together
sigue la línea trazada por su autor desde su ópera prima: la del amor imposible que abrasa a los amantes a la manera del amor fou buñueliano, pero sin instituciones que intenten maniatarlos (2), sin choques de culturas o economías y sin conflictos políticos de por medio. El de Wong es un amor aún más trágico que el del surrealista español, porque su putrefacción es interior, porque su virus se inocula con cariño, porque se desangra sin que nadie sino el objeto amado sea quien fomente la hemorragia.

Para él el amor está enfrascado en una dialéctica de víctimas y victimarios, de afectuosos e indiferentes, de románticos y hedonistas, de crédulos y escépticos. Allí está sino Wah (Andy Lau) consintiendo al irresponsable Fly (Jacky Cheung) al punto de sacrificar su amor por Ngor (Maggie Cheung) en As Tears Go By, o Su Lizhen (Maggie Cheung) sufriendo la desidia de Yuddy (Leslie Cheung) a costa de la buena voluntad del oficial Tide (Andy Lau) en Days of Being Wild, o el despistado policía 663 (Tony Leung) padeciendo de miopía sentimental frente a la dedicada Faye (Faye Wong) en Chunking Express o el mismo Lai Yiu-fai (Tony Leung) de Happy Together descorazonado a causa de los desplantes amorosos de Ho (Leslie Cheung) o los desengañados vecinos
(Tony Leung y Maggie Cheung) de In the mood for love.

Son seres que se aman y se repelen con igual intensidad, y que, a pesar de todo, coinciden en su melancolía. Como en el caso del ya mencionado Yuddy y su irresuelto Complejo de Edipo, lastre emocional que lo lleva a la misoginia en Days of Being Wild, o de Wong Chi-Ming (Leon Lai), el sicario ocioso y represivo de Fallen Angels que no puede desvincularse de su ex socia por más que quiera, o del policía 663 y su vana resistencia a olvidar la relación que sostuvo con una azafata en Chunking Express o al señor Chow (Tony Leung), escritor que se vale del pasado para crear ficciones futuristas robotizadas e inhumanas en 2046. Todos persiguen un recuerdo, la imagen de un amor espectral, andan a hurtadillas y cabizbajos en un escenario del que no se sienten parte a causa de una perdida que asumen irreparable. La verdadera tragedia de sus vidas radica en esa condición de parias afectivos que los aísla del mundo -de ahí que luzcan apagados pese a las luces de neón que lo circundan-. Hablamos de un mundo tecnificado y pragmático donde las relaciones están atravesadas por la conveniencia, donde vale reprimir al corazón para salvaguardar las apariencias o para preservar el status quo, donde la mente es el único refugio para aquellos con ánimo de amar.

Sea a causa de un reencuentro tan ansioso como silencioso (los vecinos de In the mood for love), o de una despedida indeseada y contenida (Lai y Chang en Happy Together), o del nacimiento de una nueva ilusión en medio de la lluvia (Su Lizhen y Tide en Days of Being Wild) o de una ceremonia luctuosa de códigos tan indescifrables como sagrados (los mafiosos y el sicario de As Tears Go By y Fallen Angels) Wong hace de lo efímero eterno. El uso de la cámara lenta es para él una cuestión de principios más que un artilugio técnico, el medio idóneo para sublimar el recuerdo y hacerlo imperecedero.

Pero el ralenti es tan solo uno de los rasgos distintivos del director de My blueberry nights. Para él, el espacio es lo más importante no solo porque es capaz de connotar estados de ánimo, hábitos y costumbres de quienes lo moran u ocupan, sino porque lo considera “el personaje principal de la escena”. En ese sentido, se podría decir que su cine es expresionista. Planos escorzos y aberrantes, el gran angular, los decorados, la vestimenta, los colores, la luminosidad, las texturas, el movimiento de la cámara y la duración del encuadre se encargan de deformar el espacio, de enrarecerlo y darle un aspecto que lo emparente con el sentir de sus personajes, sentir que por cierto se agudiza en la intimidad.


Dime que me quieres, en la intimidad.

Así suene paradójico, dada la superpoblación de los lugares que elige para filmar (Hong Kong, Buenos Aires, Nueva York), Wong es un cineasta de la intimidad. Es por ello que sus historias funcionan mejor cuando se concentran tan solo en una pareja y no en varias, como sucedió hasta Fallen Angels, o cuando parte de sus triángulos o cuadrángulos amorosos permanecen en off, como en In the mood for love, el único de sus largometrajes a la fecha estrenado en nuestro país. No es casual que sus mejores películas traten sobre dos parejas que además son poco convencionales: una homosexual (Happy Together) y la otra vecina (In the mood for love). No obstante, lo íntimo en estos dos casos también tiene que ver, como no, con el espacio del amor.

A partir de Happy Together el director chino deja de lado la urbe para concentrarse en los suburbios. Si bien en sus anteriores trabajos los ambientes interiores se caracterizaban por estar situados en lugares tugurizados, como por ejemplo la Chunking Mantion, era más vistoso el trabajo en exteriores, debido a la urgencia con la que filmaba. Tal urgencia, que se puede percibir en el ritmo frenético y trepidante que adquiría la cámara en medio del vaivén callejero, respondía a una necesidad expresiva: la de emparentar aquel registro con una cotidianidad particular, la gangsteril en el caso de As Tears Go By, la del tráfico de personas y de los comerciantes minoristas en Chunking Express y la de los sicarios en Fallen Angels. En cambio, un enfoque más parsimonioso y cadencioso se puede percibir en las más íntimas Days Of Being Wild, Happy Together y In the mood for love.

En estas ya no hablamos de solitarios que sobrellevan sus problemas afectivos en medio del fragor callejero, sino de individuos enclaustrados en habitaciones de hotel o en minúsculos cuartuchos. Ahora la ciudad es un terreno inhóspito ya no a causa de los mafiosos que la regentan o de los inoperantes policías que la custodian, sino de la intolerancia de sus moradores o del idioma que estos hablan. Y si antes ésta era presentada de manera vibrante, cálida y tumultuosa ahora se nos revela gélida, ajena y desértica.

El Wong más intimista es también aquel que presenta a los amantes fragmentados como sus corazones, de perfil o de espaldas pero jamás de frente (puesto que se trata de seres incapaces de encarar al amor, de afrontarlo con la cabeza en alto y no gacha), el mismo de los espacios sofocantes y los cuerpos sudorosos a causa de las altas temperaturas, aquel que aquieta la cámara y la coloca al final de un pasillo, detrás de un vitral, de un guardarropa o de un baño para registrar un sentimiento imposible de vivificar sino es a través de un filtro capaz de reflejar la restricción afectiva de sus protagonistas. Ese cine de la intimidad alcanza su cúspide en Happy Together.


Infelices juntos.


El plano detalle con el que se inicia la película, y que muestra el pasaporte de los protagonistas, Lai Yiu-fai y Ho Po-wing, una pareja de enamorados hongkoneses que han llegado a la Argentina para conocer las Cataratas de Iguazu, siendo sellado por un agente de migraciones en el Aeropuerto Internacional Ezeiza de Buenos Aires, anticipa lo que veremos a continuación. Ese par de fotografías que han copado el cuadro casi en su totalidad pertenecen a dos extranjeros no solo de nacionalidad sino también de espíritu. Y es que ninguno de los dos llegará a sentirse a gusto en el lugar al cual acaban de aterrizar. Ese sello que ha marcado la imagen de sus rostros a su arribo es el del infortunio, y ese documento de identidad trasnacional que los vincula será también el principal desencadenante de su futura separación.

Con el transcurrir de los minutos, caemos en cuenta de que estos amantes no solo son fogosos y apasionados sino también conflictivos. Se encuentran encerrados en un círculo vicioso que los lleva a terminar y a volver constantemente. Ambos darán por finiquitada su relación por primera vez en territorio gaucho luego de una pelea aparentemente trivial que se produce mientras se encontraban camino a Iguazu. Terminada la escena de la ruptura, un plano aéreo que sobrevuela la mentada cascada es insertado de súbito, al compás del nunca más pertinente tema de Caetano Veloso Cu-Cu-Ru-Cu-Cu Paloma, como metáfora de un amor maldito que forma parte de la naturaleza y que se precipita al vacío, un amor que parece ser bello, esplendoroso y vital, pero que alberga en su corriente una violencia capaz de llevarlos a la muerte.

Una vez bifurcados los caminos de Lai y Ho, los agobiará la incertidumbre propia de aquellos que pretenden sobrevivir solos al exilio. El símbolo es ahora un blanco y negro que vira a un verde pastoso en los momentos de mayor intensidad, y que inunda la pantalla de una tristeza hasta ese momento inédita en los melodramas wongianos. Ho es ahora un prostituto que se siente extrañado ejerciendo su oficio y Lai es un portero infeliz de abrir puertas ajenas cuando su corazón se haya aprisionado. Ambos sufren en silencio por su separación, y anhelan reencontrarse. Acorde con ese tono nostálgico Wong ralentiza los instantes más memorables de manera sobrecogedora.

A diferencia de In the mood for love, donde la cámara lenta se siente redundante cuando repite hasta el hartazgo cierta escena que el espectador puede interpretar sin dificultad a la primera, en Happy Together cada una de las situaciones mostradas en ralenti tiene su propia poética. Como cuando Ho se aleja por primera vez de Lai abordo del auto de uno de sus clientes, mientras éste lo llora a la distancia y secreto, o cuando este último dice no querer volver a ver a Ho luego de devolverle un reloj por el cual supuestamente lo golpearon, mientras que este luce magullado en su exterior y sobre todo en su interior, porque le cuesta expresarle a su ex pareja sus verdaderos sentimientos, o cuando Ho se recuesta sobre el hombro de Lai en el asiento trasero de un taxi, como rogándole un apoyo más moral que físico, cuando estos deciden intentarlo una vez más o cuando Lai se despide, quizá definitivamente, de Chang (Chen Chang), ex compañero de trabajo que ha sido el único capaz de entenderlo, de ‘escucharlo’, durante su estadía en Buenos Aires, cuando este está a punto de partir hacia el ‘fin del mundo’ en busca de un futuro mejor.

Pero esta cinta no es precisamente el vía crucis perpetuo de dos amantes imposibles, sino una historia acerca de la reconciliación filial. Por ello, cuando los corazones sanan vuelve el color, y con ello la ternura, los mimos, y el cariño indiscriminado. De ahí que los días del amor sean saturados al rojo, días en los que Lai se sintió el hombre más feliz de la tierra a expensas de la salud de Ho, a costa de esa fierecilla que aparenta estar dormida, pero anda hambrienta de libertad. Sin embargo, la reconciliación de las que nos habla Happy Together no solo tiene que ver con sus protagonistas, sino también con la historia personal de su director y con las condiciones de su filmación.


Exilio bonaerense

Wong nació en Shangai, pero inmigro a Hong Kong con su familia a los cinco años de edad. Por ese entonces, mediados de la década del sesenta, la otrora colonia británica se convirtió en uno de los destinos preferidos por los campesinos y pobladores de ciudades menores para tentar el progreso. En más de una ocasión el cineasta ha manifestado que en un comienzo le costó mucho adaptarse al nuevo estilo de vida del puerto chino, en especial por el hecho de que casi nadie hablaba el mismo dialecto que él y su familia. Esa misma situación de extravío se hace patente en el argumento de su sexta película y en las situaciones que vivió el equipo de filmación durante su estadía en la Argentina.

Planificada originalmente para ser grabada en dos semanas, el rodaje se prolongo alrededor de dos meses, tiempo durante el cual no solo tuvieron problemas en la selección de las locaciones (el alquiler de las mismas excedía el presupuesto con el que contaban) y para contratar personal técnico suficiente, sino que cuando finalmente lo hicieron sufrieron amenazas anónimas que buscaban ahuyentarlos del peligroso barrio de la boca, lugar donde se llevó a cabo la filmación.

Por otro lado, es evidente que el proceso de gestación de la película evocó en Wong aquella etapa de su infancia en la cual se sentía expatriado. Sino basta leer la afirmación con la que concluye el documental de Pung-Leung Kwan acerca del making off de Happy Together, Buenos Aires Grado Cero: “En una tierra de cero grados, donde no hay este ni norte, día ni noche, frío ni calor, aprendí la sensación de exilio.”

En ese sentido, podemos hablar de una película sobre el aprendizaje, donde tanto el director como el protagonista principal tienen que pasar por un proceso tortuoso para poder reencontrarse con ellos mismos y con sus raíces (al igual que Wong y el resto de su equipo, en los momentos difíciles es cuando Lai más quiere regresar a su tierra (3)). Quizás por ese reconocimiento inconsciente es que el demiurgo haya decidido darle una última oportunidad a su alter ego (4).

Wong valora la libertad expresiva como pocos cineastas contemporáneos. Y no solo porque construye sus historias en plena filmación (5), sino porque es heredero de una pléyade de realizadores nihilistas y desenfadados entre los que se cuentan Truffaut, Godard, Antonioni, Bergman entre otros. Pero tal libertad guarda relación directa con su condición de ciudadano del mundo (6), de shanganes criado en la Hong Kong de la década del sesenta (7), al menos eso sugiere el parlamento que recite un ya repatriado Lai hacia el final de la primera y hasta el momento única obra maestra del cineasta más occidental de China: “Ahora entiendo porque Chang se mueve por el mundo con total libertad. El siempre tiene un lugar al cual regresar.”

(1) En una reciente entrevista que forma parte de un documental sobre su obra ha declarado: “(En el cine) Lo que intento transmitir al público son sentimientos”.
(2) El amor fou sufre la persecución de las Instituciones, ya que estas lo ven como una amenaza para controlar a la sociedad. Para mayores referencias ver La Edad de Oro o Abismos de Pasión, ambas de Luis Buñuel.
(3) Cuando Lai ve a Ho como prostituto dice que prefiere volver a Hong Kong que volver a comenzar, y luego de que ya se han separado del todo, cuando decide escribirle a su padre y contarlo todo, le dice también que quiere volver.
(4) En Buenos Aires Zero Degree, Wong afirma respecto a la conclusión de su película: “Al principio terminaba con él (Lai) en la catarata. No sabíamos si estaba vivo o muerto. Pero luego (durante el rodaje) me di cuenta que tenía que volver”. El mismo documental muestra escenas editadas en las que se insinúa el suicidio del personaje interpretado por Tony Leung.
(5) De hecho cuando Wong y su equipo llegaron a Buenos Aires, el director solo tenía en mente a dos personajes que se amaban desenfrenadamente pero no podía estar juntos. Habían encontrado un lugar en el que situar ese amor pero nada más.
(6) Wong dice no tener ningún problema en trabajar con gente del extranjero porque el es producto de una ciudad cosmopolita.
(7) Tiempo durante el cual la ex colonia británica se había convertido en el principal importador de entretenimiento de China. Mientras que en la China Continental y en Taiwan la cultura llegaba cargada de política, la anarquía imaginativa que imperaba en el viejo continente se instaló en el puerto chino para beneplácito de los ‘incomunicados’, quienes encontraron refugio en un idioma que sí les resultaba legible: el de las imágenes en movimiento. Por ese entonces, el público hongkones tenía tanto acceso a películas de espadachines, como a melodramas europeos o hollywoodenses o a propuestas más ‘profundas’ como las importadas desde Italia, Francia o Suecia. Para esos nuevos espectadores el cine popular era entendido de manera global. Por ello, en el cine de Wong se puede percibir tanto el rastro de Jean Luc Godard como de Douglas Sirk.




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