August 27, 2009

Festival de Lima

Historias no extraordinarias

Como cada primer fin de semana de agosto, el Festival de Cine de Lima abrió sus puertas para beneplácito de la cinefilia local. A pesar de que el nivel de este año menguó en relación a las últimas ediciones, igual alcanzó para ver algunas buenas películas. A continuación, un balance de lo que fue el evento cultural más importante del Perú en su decimotercera versión.

Por Diego Cabrera

Desde su selección oficial hasta los galardones entregados pasando por sus muestras paralelas, esta edición del festival se caracterizó por su medianía. Viendo el palmarés, el mayor acierto fue el premio que se llevó la ópera prima del chileno Alejandro Fernández Almendras, Huacho, de parte del jurado de la Asociación Peruana de Prensa Cinematográfica (APRECI), aunque se trata de un galardón menor, de importancia simbólica. Se trata de una película que apuesta por la contemplación para capturar, de manera natural, sin ningún tipo de artificio técnico o narrativo, el día a día de una familia de campesinos —conformada por un niño, su madre y los padres de esta— que no se termina de acomodar al ritmo de vida que les impone la ciudad.

Mucho menos exigente es La Nana, la cual se alzó con los premios más importantes del certamen. El segundo largometraje del chileno Sebastián Silva es una comedia dramática que se sostiene en la interpretación de su protagonista, Catalina Saavedra, una empleada de servicio celosa de su trabajo que se ha deshumanizado a costa de su oficio. Lo interesante está justamente en ver cómo esta ‘Nana’ misántropa se empieza a ‘humanizar’ a partir de la llegada de una compañera que, a diferencia de las que la precedieron, está dispuesta a escucharla y a tratar de entenderla.

A diferencia de otros años, la delegación argentina no presentó ninguna obra descollante. Ni la inclasificable El niño pez, decepcionante segundo opus de Lucia Puenzo, cineasta de la cual pudimos ver en este mismo evento hace un par de años la interesante XXY, ni la excesivamente adolescente Excursiones, paso atrás en la carrera del realizador de culto Ezequiel Acuña, ni mucho menos la snob y patética, por su personaje principal, Los Paranoícos, el debut tras las cámaras de Gabriel Medina.

Mejor estuvo la colombiana Los viajes del viento, de Ciro Guerra, una película telúrica, que podría ser tomada por algún distraído como paisajista o exótica dados los hermosos parajes por los que transita la cámara, donde la tierra y el viento se ponen de manifiesto como naturaleza viva que signa los destinos cíclicos de dos seres errantes —un juglar que recorre territorios agrestes con la finalidad de devolverle a su antiguo maestro un acordeón supuestamente maldito y un adolescente que lo sigue con la intención de aprender su arte— que en su trayecto terminarán por encontrarle un sentido a sus vidas.

No pudimos ver ni Gigante ni Mal día para pescar, cintas uruguayas de las cuales pudimos recoger, en general, buenas referencias. Lo mismo para el caso de la delegación mexicana. Nos lamentamos, sobre todo, por dejar pasar Rabioso sol, rabioso cielo, de Julián Hernández, de lejos la película más controvertida del festival, menos por sus “escandalosas” escenas sexuales que por sus cualidades estéticas. De las representantes brasileñas y cubanas, lo de siempre, es decir, nada que destacar, a menos que no se tome en serio al Cuerno de la abundancia, de Juan Carlos Tabío, y se le interprete como lo que en el fondo es: una telenovela filmada, de tono ligero, personajes estereotipados y diálogos sentenciosos, que se pretende seria por su trasfondo político.

Lo más soso, inaudible y cuasi imperceptible (por la pésima calidad de su sonido y fotografía) de las ficciones en competencia fue la guatemalteca Gasolina, primera película de Julio Hernández. Pero lo más lamentable estuvo por el lado peruano, gracias a la presencia de dos refritos, uno de ellos (El premio, de Chicho Durant) cinematográficamente nulo y el otro bastante digno pero desfasado (más que incluir a La Teta Asustada en esta sección, exponiéndola innecesariamente a suspicacias, en caso hubiera ganado el festival, lo ideal hubiera sido que se le rinda un homenaje a su directora, que incluya, además de sus largometrajes, algunos de sus cortos universitarios, a manera de novedad), y de un estreno nacional sobre el terrorismo (Illary, de Nilo Pereira) que hizo lo imposible: hacernos extrañar las Vidas Paralelas de Rocío Llado.

No podemos dejar de mencionar el mayor desacierto de los responsables de armar la sección oficial este año: la ausencia de la argentina Historias extraordinarias, la mejor película latinoamericana del 2008, según la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica (FIPRESCI). Los programadores justificaron su omisión debido a su extenso metraje (4 horas) —lo que es ciertamente entendible, dadas las características del público que asiste al festival—, pero se hubieran podido buscar otras alternativas, como, por ejemplo, proyectarla con descansos (como se hizo el año pasado en el BAFICI) o incluirla dentro de las muestras paralelas, que es a donde supuestamente acuden los espectadores más exigentes.

A propósito de estas últimas, hay que decir que a diferencia de ediciones anteriores este año no encontramos ningún filme excepcional. De hecho lo mejor estuvo en las retrospectivas. Gracias a ellas tuvimos la oportunidad de ver en formato fílmico algunas de las mejores obras de dos de los más grandes iconoclastas de la historia del cine mundial, Alain Resnais y Pier Paolo Pasolini, y parte de la obra del destacado documentalista argentino Andrés di Tella, pero se trata de un apartado inactual dedicado a ‘viejos conocidos’.


Aparte de las retrospectivas, probablemente lo más esperado por el público haya sido la sección dedicada a la Semana de la crítica de Cannes, la cual estuvo conformada por seis títulos que formaron parte de dicha sección en las últimas ediciones del mencionado festival. Entre ellas la más comentada debe haber sido Home, el primer largometraje de Ursula Meier, no solo porque su protagonista, Isabelle Huppert (actriz de primer nivel que ha trabajado con algunos de los directores más importantes de la actualidad, y que nos dejó en esta visita una frase para el recuerdo: “La piratería es como Robin Hood, roba a los ricos para darle a los pobres”, en alusión a que gracias a ella el público es capaz de acceder a un cine distinto al que ofertan las grandes distribuidoras norteamericanas), fue nuestra invitada principal, sino por su extraño argumento y su indescifrable resolución. No pudimos ver Altiplano, cinta francesa donde Magali Solier tiene un papel protagónico, pero guardamos la esperanza de tenerla pronto en nuestras salas.

Por su parte, el apartado llamado Presentaciones Especiales permitió que los espectadores vean con anticipación futuros estrenos, pero también películas que en otras circunstancias no se hubieran podido ver, como La Ventana, del argentino Carlos Sorin, Tiro en la cabeza, del español Jaime Rosales, o Línea de Pase, del brasileño Walter Salles, aunque ninguna de ellas sea digna de resaltar (por el contrario, las dos primeras son bastante decepcionantes en relación a lo anteriormente hecho por sus directores).

Por otro lado, la sección Secretos y Tesoros de Latinoamérica, pese a que aún no llega a hacerle honor a su rimbombante nombre, albergó, esta vez sí, al menos tres buenas películas: Acné, primer largometraje del uruguayo Federico Veiroj, y La Tigra, Chaco, filme debut de los argentinos Federico Godfrid y Juan Sasiaín, por su honestidad para abordar sin descaro el tema adolescente, y La extranjera, de Fernando Díaz, por saber trasmitirnos, de forma veraz y sin complacencia alguna, el impacto de una ‘occidental’ que se ve obligada a reiniciar su vida en el campo. Nos quedamos con las ganas de ver la chilena Turistas, de la cual escuchamos muy buenos comentarios.

Dentro de las muestras paralelas también se incluyó un apartado, de aquí en adelante fijo en el festival, dedicada al cine de Quebec. De entre los cinco filmes que se presentaron, sobresalió sobremanera la ópera prima de Stéphane Lafleur, Continental, una película sin armas, por proponer una mirada casi clínica, y por tanto “objetiva”, acerca de la soledad en nuestros tiempos; además porque su estilo austero y desdramatizado nos recuerda el cine del gran Aki Kaurismaki.

Este año España fue el país invitado. Se proyectaron cerca de 30 películas, entre clásicas, contemporáneas, valencianas y otras que formaron parte de un —a decir de lo visto: Ocaña, Retrato intermitente, El porqué de las cosas, Barcelona un mapa y Forasteros— inmerecido homenaje al cineasta catalán Ventura Pons. Pese a que no se consideraron algunos nombres imprescindibles de la cinematografía ibérica —como Pere Portabella, Albert Serra o Felipe Vega—, igual se pudieron ver un puñado de títulos interesantes, como Familia, del ya consagrado Fernando León de Aranoa, El Milagro de P Tinto y Camino, ambas del controvertido Javier Fesser —uno de los miembros del jurado oficial—, y Mataharis, de la cada vez más madura Icíar Bollaín. El Festival también nos dio la oportunidad de ver el trabajo de dos actrices peruanas en la madre patria: Tatiana Astengo, en El patio de mi cárcel, de Belen Macias, y Norma Martinez, en La Vergüenza, de David Planell. A pesar de que se trata de dos filmes bastante irregulares, ambas, pero sobre todo la segunda, hacen un buen papel.

Pese a todo lo dicho, sería mezquino no reconocer el enorme que esfuerzo que hace el Centro Cultural de la Universidad Católica para organizar un evento de tal envergadura con cada vez menos auspiciadores, lo que deriva en una merma en su presupuesto y, por tanto, en menos publicidad, menos seminarios y talleres, entradas más caras y la disminución de los lugares de exhibición y los días de duración.

Sin embargo, eso no justifica una programación con tan poco que destacar. De esa manera, será imposible posicionar nuestro festival en la región y mucho menos fuera de ella —recordemos que la sección oficial será siempre la cara de este evento. Felizmente, el cine latinoamericano pasa por un buen momento, no solo por el incremento general de las producciones en la región, sino por la continua presencia de representantes de esta parte del continente en los festivales más importantes del mundo. Esperemos que el próximo año sepamos capitalizar dicha coyuntura.

Las imágenes corresponden al afiche del festival, a la película Rabioso sol, rabioso cielo, a Isabelle Huppert y a la película El Milagro de P. Tinto, respectivamente.

June 16, 2009

CARTELERA MAYO

JUEGOS MACABROS (Funny Games U.S.)
Por Diego Cabrera

Este texto es una adaptación de otro que originalmente se publicó en el Blog La Cinefilia No es patriota (http://lacinefilianoespatriota.blogspot.com/2009/06/funny-games-us-2007-de-michael-haneke.html)

Juegos macabros es el décimo largometraje de Michael Haneke, pero en realidad es un remake casi calcado de uno de sus trabajos más polémicos: Funny Games (1997). Esta nueva versión le significó al reciente ganador de La Palma de Oro del Festival de Cannes la oportunidad de hacer llegar el mensaje trasgresor de sus películas a más gente.

No es casualidad que el director de Escondido haya decidido reciclarse a sí mismo en Hollywood justamente con una cinta que cuestiona el modelo narrativo instaurado a inicios del siglo pasado por David Wark Griffith, al cine de género y sobre todo a la industria del entretenimiento.

La historia se centra en una familia de clase acomodada que de pronto se ve obligada a formar parte de juegos macabros que los podrían llevar a la muerte, cortesía de un par de mozuelos que parecen haber salido de La Naranja Mecánica.

Haneke realiza un thriller que deja en ridículo a la mayoría de sus congéneres norteamericanos. La película no solo resulta irritante por la violencia que exhibe, sino también por la forma en la que se presenta. Primero a través de un seguimiento, digamos, clásico de la acción, donde prima el uso del plano-contra plano para captar con claridad los diálogos de los protagonistas, y luego por medio de recursos más de ‘autor’, como esos interminables (emocionalmente hablando) planos secuencia o la decisión de recurrir a los espacios en off para graficar las escenas más sanguinolentas.

De alguna manera, Juegos Macabros coacciona a las audiencias a despojarse de toda comodidad visual y no solo por sus cuestiones formales, sino también por lo que hay detrás de sus polémicas escenas. Así la apuesta hecha a la familia por el par de torturadores, de que no sobrevivirá a sus juegos por más de doce horas, apunta al mundo burgués que se retrata en pantalla, pero también al que está fuera de ella, una vez que Paul se dirige a la cámara y desnuda las predecibles expectativas del público respecto a quién ganara la apuesta o cómo espera que se resuelva el relato.

Pero Haneke se atreve a más cuando Paul ‘revive’ a Peter con un control remoto, desafiando con ello al Modelo de Representación Institucional (MRI) –aquella categoría estética que definía al cine clásico a partir de la estandarización de recursos como la coherencia narrativa y el realismo psicológico- pero son, a su vez, una opción moral que entraña una fuerte crítica a los medios de comunicación: la imagen de la muerte, de la violencia, es solo una representación manipulable, una cuestión de zapping que se puede obviar o demandar de acuerdo a lo que nos convenga y a expensas de nuestras consciencias.

Lo que hace este cineasta germano en sus películas es impactar al público por medio de imágenes violentas (imágenes que al fin y al cabo no tienen nada que envidiarle a las de la vida real) para, pasado el tormento, dejarnos una reflexión final. De ahí que Juegos macabros concluya con un diálogo entre Paul y Peter que, por el impacto de las secuencias previas, suele pasar desapercibido. La realidad, dice uno de ellos mientras se dirigen al hogar de sus próximas víctimas, es todo aquello que estamos dispuestos a creer, así sea presentado como una ficción.

En tiempos en los que la tecnología mediática permite que cualquier individuo pueda volverse (o creerse) una celebridad de la noche a la mañana, en los que el consumidor dejó de lado su rol pasivo para empezar a producir sus propios contenidos, sus propias “verdades”, es necesario recordar que la realidad nunca será tal mientras esté mediatizada, así un mouse o un control remoto nos hagan pensar lo contrario.

Fecha de estreno en el Perú: Jueves 21 de mayo del 2009

VOLVER

Por César Pancorvo

Es en el pueblo de La Mancha donde comenzamos, advirtiendo que se renueva un valor que se ha tocado en otros recientes filmes almodovarianos: se deja muy bien paradas a las mujeres, se muestra a personajes femeninos nobles, luchadores, imitables. Volver nos presenta varias –concretamente tres– generaciones de personajes femeninos, desde las mayores, que son la tía que fallece y la madre que vuelve, hasta las dos hermanas, Penélope Cruz y Lola Dueñas, y la pubescente Paula.

Ya sabemos que las protagonistas son de una clase media baja, proveniente del campo, cuando ocurre uno de los hechos que orientan la película –podemos hablar de uno o más de esos hechos clave–: el esposo de Raimunda (Penélope Cruz), un asalariado grosero que nadie imagina como la conquistó, muere tras un forcejeo con su hija, lo que lleva a la propia Raimunda a atribuirse psicológicamente el crimen y, después, a guardar al cadaver en el frigorífico de un restaurante que le encargan.

Su hermana es protagonista del otro incidente que funciona como viraje y encauza la película. A la muerte de su tía, tras volver sola a La Mancha, descubre con nosotros que su madre, a la que creía muerta, no lo estaba realmente, y originalmente, con hilaridad, somos testigos de este hecho que en otros contextos, con otra historia y otro director, podría resultar escalofriante y traumático.

No solo Raimunda debe ocultar a todo el mundo que su esposo está muerto en una nevera de una posada que no es suya; Sole no puede dejar que nadie sepa que su madre ha “revivido” y debe esconder su presencia, para lo que pone en práctica varios embustes. Es, sin duda, la mejor mentira que Raimunda ha dicho o dirá jamás, al igual que la más poderosa actuación de una brillante Penélope Cruz.

Al pueblo del comienzo, a La Mancha, es también, al final, donde todos vuelven. El nombre de la película cae muy bien porque es lo que hacen, de alguna manera u otra, en algún momento, todos los personajes de esta historia, un drama familiar inaudito que ha sido revestido por muchos toques de humor.

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March 11, 2009

El Oso Cariñoso y la mezquindad patriota como parádoja



Ad portas del estreno de La Teta Asustada, un alegato en contra de quienes pretenden descalificarla en base a sus complejos.

Por Diego Cabrera

La Teta Asustada, segunda película de nuestra compatriota Claudia Llosa, se llevó el pasado 14 de febrero “El Oso de Oro” -máximo galardón que entrega el Festival de Berlín- y el premio FIPRESCI que entrega la crítica internacional. Sin embargo, las reacciones ante tan tremendo logro distan de ser unánimemente celebratorias. Por el contrario, hay algunas personas en la blogosfera, pero también en otros medios de circulación masiva -como Uri Ben Schmuel, director del diario La Razón-, que sin haber visto la película ya condenan a su directora (hoy por la tarde es el estreno). Más que criticar la impertinencia o la presunción de tales actitudes, habría que detenernos un momento a reflexionar en que es lo que se encuentra detrás de ellas.

No es la primera –ni por supuesto será la última- vez que un peruano que obtiene reconocimiento internacional, es cuestionado por sus propios compatriotas. Sucede con Llosa, que es de tez blanca y ojos azules; sucedió con Arguedas y con el propio Vallejo, que eran de rasgos y procedencia más autóctona. Lamentablemente, el desprecio entre peruanos nos caracteriza desde tiempos coloniales, y no solo abarca el ámbito artístico -el cual es, por cierto, el más subjetivo de todos. De hecho, cada uno de los momentos decisivos de nuestra historia, desde la conquista hasta el conflicto armado interno de los años ochenta, ha estado precedido y atravesado por el desinterés del peruano hacia su propio país y sus pobladores.

El Perú está fragmentado desde su geografía. La cuestión es comenzar a hacer algo para que esa fractura no se siga prolongando hacia nuestros espíritus hasta anquilosarnos. A estas alturas suena utópico, pero el cine –por más que algunos se empeñen en ningunearlo- puede ser un primer paso para empezar a reconocernos.

La mezquindad como emblema.

Son curiosas las razones que esgrimen quienes pretenden menospreciar los premios obtenidos por Claudia Llosa en el Festival de Berlín. Definen a su directora, en base a lo visto en Madeinusa, su anterior y primera película, como si fuese una especie de gamonal del siglo XIX -explotadora, deshonesta y corrupta- y a su segundo opus de racista, prefabricada, maquiavélica y miserabilista.

Incluso han llegado a descalificar a la Berlinale, aduciendo que ésta acostumbra premiar películas exóticas para el ojo europeo, en especial si provienen de países tercermundistas, defienden “causas justas” o si sus directoras son mujeres

Todos esos comentarios se caen por sí solos, puesto que se sustentan en la ignorancia, el prejuicio y la intolerancia.

En primer lugar, porque quienes los aducen no tienen pruebas flagrantes de que la realizadora peruana haya incurrido en actos de corrupción para concretar su película; tampoco las tienen respecto a su carácter explotador.

Por otro lado, la “honestidad” del filme es una cuestión netamente personal. Ni nosotros, ni Magaly Solier –actriz fetiche de la realizadora-, ni Patricia Bueno –madre y colaboradora de la misma- ni nadie está en posición de defender o atacar su sinceridad, dado que esta solo le compete a su directora.

En cuanto a los aspectos “éticos” del filme, solamente decir que juzgar una película por su trailer o por opiniones ajenas es poco serio y “honesto”.

Por último, habría que aclarar que el Festival de Berlin a lo largo de sus 59 años de historia ha premiado con el “Oso de Oro” tan solo a tres cineastas latinoamericanos, a uno africano y a cinco asiáticos, o sea que menos de la quinta parte de ganadores han sido oriundos de países que podrían ser considerados “exóticos” por los europeos; asimismo, solo cinco mujeres se han llevado a casa el mentado premio.

Si aún después de esa estadística, hay personas que insisten en menospreciar el premio de Llosa arguyendo que el de Berlín es un certamen menor y que la sección en competencia de este año careció del brío de ediciones pasadas, eso se debe a su mezquindad. Llosa triunfó en uno de los festivales más importantes del mundo - solo lo superan Cannes por su rigurosidad y Venecia por su tradición.

Tal es así que entre sus máximos ganadores se cuentan algunos de los cineastas más importantes de la historia: David Lean, Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, Jean Luc Godard, Roman Polansky, Pier Paolo Passolini, John Cassavetes, entre otros.

Y si bien es verdad que los filmes que participaron este año en la sección oficial hicieron extrañar a los de ediciones anteriores, ese tampoco es motivo suficiente para subvalorar el premio. Basta decir que Llosa compitió con directores considerados por ella como genios: Stephen Frears (quien fuera el asesor de Josue Mendez en su última película, Dioses, gracias a una beca que el peruano obtuvo hace unos años en Cannes), Francois Ozon (de quien hace algunos años pudimos ver La Piscina) y Bertrand Tavernier (el autor de La Pasión de Beatrice).


Hay que ponderar el triunfo de Llosa como se debe, puesto que puede marcar un paradigma en cuanto a la realización de películas peruanas se refiere. De hecho, ya hay una tendencia que se hace evidente en las mejores obras del cine nacional más reciente. Junto con Llosa, Gianfranco Quatrinni (Chicha tu Madre), Alvaro Velarde (El destino no tiene favoritos) y Josue Mendez (Días de Santiago, Dioses) son cineastas que a través de su trabajo expresan un punto de vista particular, una cosmovisión que trasciende el lugar común, el morbo y la teatralidad que lastran nuestro cine desde la década del ochenta –salvo los mejores trabajos de Lombardi, En La Boca del lobo, Caídos del cielo, Bajo la piel y Sin compasión.

Lo penoso de tal coyuntura es que todos estos realizadores se han visto obligados a emigrar para hacer cine, puesto que en el Perú no hay oportunidades, pero quizás a partir del fenómeno de La Teta Asustada, el panorama cambie. Para ello el apoyo estatal es fundamental. La historia ha demostrado que el cine es un modelador de conductas, un “activador de las masas” (Lenin dixit), pero también un lugar en el cual las personas se reconocen como colectividad, donde ven reflejado algo más que sus sueños, algo de lo cual los peruanos carecemos: identidad.


Este texto desarrolla con mayor detalle algunos de los temas expuestos por el blogger Gustavo Faverón en el post "La Mala conciencia" (http://puenteareo1.blogspot.com/2009/02/la-mala-conciencia.html )publicado en la bitácora Puente Aéreo el 18 de febrero pasado.


El Indiscreto encanto de la burguesía: Rostros (Faces, 1968)


En mayo del año pasado, se cumplieron 40 años del estreno de Rostros; en febrero de este 2009, se cumplieron 20 años de la muerte de su director, el genial John Cassavetes. El que sigue es un breve comentario sobre tal película, sin duda, uno de los íconos más importantes del llamado cine independiente.

Por Diego Cabrera

En 1968, lejos del turbulento ambiente que rondaba las aulas parisinas, John Cassavetes inició su propia revolución, una en la que reconfiguró, para siempre, la forma de ver y hacer cine. Luego de su frustrado paso por Hollywood y casi una década después de su primera incursión tras las cámaras, estrenaba su cuarta película, pero sabía que en realidad se trataba de la primera. Y es que recién en Rostros el llamado “padre del cine independiente” era por primera vez consciente de su arte, de su envergadura, alcance y utilidad.

Rostros fue mucho más que la revancha de un cineasta que empezó su carrera decidido a insuflarle vitalidad a la pantalla grande por medio de relatos auténticos, despojados de cualquier artificio que los pueda alejar de la realidad, pero que aún no estaba seguro de cómo hacerlo. De ahí que Sombras, su ópera prima, haya sido, antes que nada, un experimento (“una improvisación”), en el cual lo inesperado de la existencia se ponía de manifiesto, mientras que el proceso de gestación de sus dos siguientes películas (Too late blues y Ángeles sin paraíso), veto de Hollywood incluido, no hizo otra cosa que reafirmar sus convicciones.

A partir de la historia de una pareja en crisis que se resiste a renunciar a la comodidad y a las apariencias, pese a que en sus entrañas se cocina un intenso deseo de liberación, el también protagonista de El bebe de Rosemary se acerca con minuciosidad, pero sobre todo con perversidad, a los rostros de burgueses norteamericanos que viven pegados a un antifaz. Es a través de esas caras granuladas que casi se pueden palpar, de sus muecas irónicas, sus risas mentirosas y sus discursos triviales, pero también de sus cuerpos, que danzan zigzagueantes en derredor de la infelicidad, y de la cruda forma en la que son presentados, que Cassavetes introdujo, como ninguno de sus colegas antes lo había hecho, la vida en el cine norteamericano. En ese logro, más que en la proeza de su factura, reside la inmortalidad de esta película.

Rostros, por último, significó varios triunfos en simultáneo: el de lo artesanal frente a lo industrial; el de un modelo alternativo, viable y creativo, frente a uno estandarizado, costoso y poco imaginativo; el de un método de actuación particular e instintivo, sobre uno hegemónico y psicologista; el de la honestidad por encima del cálculo y lo prefabricado; el del compromiso existencial frente al oportunismo mercantilista.

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CARTELERA FEBRERO
QUISIERA SER MILLONARIO (Slumdog Millionaire)
Por Diego Cabrera

Quisiera ser millonario es un cóctel que no tiene pierde: mendicidad, tortura, prostitución, violencia, aplomo, redención, predestinación, amor eterno y final coreográfico se dan cita en una historia de amor imposible, contextualizada en una ciudad del tercer mundo, Mumbai (antes Bombay), tomada de la exitosa novela “Q y A”, del diplomático indio Vikas Swarup, y llevada a la pantalla grande a manera de interminable videoclip por un director occidental.
En ella, Danny Boyle vuelve sobre la temática de Millonarios, pero con un estilo que la acerca más a Trainspoting. Su imagen saturada, abigarramiento espacial, enfoque caprichoso, cámara apurada, edición frenética y narrativa de flashbacks, atarantan al espectador hasta distraerlo del todo. Basta describir en detalle una de las escenas que retratan la niñez del protagonista para corroborarlo.

Jamal aparece ‘ocupado’ en un silo de alquiler, mientras que un cliente lo espera y su hermano Salim lo apura. El cliente no aguanta la espera y se marcha constreñido a buscar otro depósito. Salim se enfurece por ello, pero Jamal sigue ensimismado hasta que aparece surcando el cielo un helicóptero que trae al pueblo a Amitabh Bachchan, un famoso actor indio al que él admira. Su hermano decide darle una lección y traba la puerta de salida. Pero a Jamal no le importa embarrarse con tal de ver a su ídolo en vivo y en directo, por eso, luego de observar por unos segundos una foto del artista que tenía en uno sus bolsillos, decide escapar por abajo. Una vez en libertad, se abre paso entre una multitud que al mirarlo se tapa la nariz, llega hasta Bachchan –a quien solo se le ven parte de las partes y las manos, de donde destaca un anillo tan resplandeciente como el sol de Mumbai- y consigue su autógrafo. Desde sus butacas, el público ríe: es el espectáculo de la pobreza.

Sin embargo, más allá de su moral, la cual al fin y al cabo es más que nada una cuestión cultural (de ahí que la película haya sido tan aplaudida en los Estados Unidos y tan repudiada en el país en el que se filmó), Quisiera ser millonario adolece de un problema argumental. El platónico romance entre Jamal y Latika carece de un correlato que lo sustente. Resulta abrupto el amorío entre dos jóvenes que no han tenido contacto por más de diez años, y que tan solo han cosechado una inocente amistad cuando eran pequeños. Y es más increíble aun, a la luz de las traumáticas experiencias que tuvieron que pasar para reencontrarse.

No obstante todo lo dicho, hay que rescatar el oportuno mensaje de la película. No cae nada mal historias optimistas y mágicas per se en tiempos de crisis como el actual, sino que lo digan los miembros de La Academia.

Fecha de estreno en el Perú: 19 de febrero del 2009.

LA VIDA SOÑADA DE LOS ÁNGELES
Ir conociendo a las protagonistas, en medio de varias revelaciones, parece ser la tarea provocadora e inacabable de La vida soñada de los ángeles (Erick Zonca, 1998), película que, a lo largo de casi dos horas, nos va abriendo el panorama de la psicología de Isa y Marie, nos muestra sus manías, sus penas, sus sueños, sus almas, y nos termina mostrando a personajes totalmente distintos de los que conocimos al comienzo del filme.

A Isa la conocemos primero, y ella es casi como a una clochard que no tiene nada que hacer ni un lugar donde asentarse; no cabe en ningún lugar del mundo y menos en Lille, ciudad donde ha llegado después de las peripecias de un pasado que no conocemos. Sabemos que no tiene futuro, y que debe ir trazándose su propio camino improvisado, frágil, espontáneo, por la vida, y esperar que venga un milagro a salvarla y darle la vida que desea. Un look descuidado –para el estándar francés–, un casi constante consumo de marihuana y una cicatriz en la ceja nos advierten de un pasado decadente, cosa que no ocurre tanto con el otro personaje que conocemos. Aunque las apariencias engañan.

Marie puede parecer más reservada, parece que no tomaría tantos riesgos, es más callada; su cara atribulada, que le da una cierta elegancia que Isa no tiene, puede desorientarnos con respecto a lo que vendrá después…Será una cadena de sorpresas y revelaciones, de ir descubriendo gradualmente frente a quiénes estamos. Lo descubrimos con calma y sin adornos, sin pompa, sin música innecesaria, solamente con el ruido de la calle, con los pasos de las personas, con las voces.

La extroversión de Isa, su característica más descollante al comienzo –al final sería la sensibilidad–, llevará a las dos a encontrarse –luego de una jornada en un taller de tejidos, que sería el primero de varios mortecinos empleos que les servirán para sobre llevar el día a día– y a iniciar una entrañable amistad, que las hará confidentes, cómplices, aliadas, al punto que uno mismo, tambaleante porque nunca se sabe qué sorpresa ocurrirá, puede llegar a esperar que haya algún episodio homoerótico entre las dos.

Una irrupción, casi a mediados de la película, cambiará todo el desarrollo de la historia, una manzana de la discordia, que traerá discrepancias entre las dos y que acentuará la complejidad del carácter de Marie, que no parece ser, después de todo, la muchacha veinteañera y apocada que parece ser al principio.

Isa y Marie parecen como dos caras de la misma moneda; su esencia es la misma, las dos son jóvenes proletarias que desean una vida mejor, una vida que nunca obtienen. Y las dos parecen, hacia el final, ser similares a como era su contraparte al inicio. Isa, con el paso del tiempo, con las visitas a una desconocida que se encuentra en la clínica en estado comatoso, va adquiriendo la serenidad, la reflexión y el aplomo que Marie mostraba al comienzo. Marie, por el contrario, se va pareciendo más y más a la imagen que uno hubiera tenido de Isa al comienzo: abierta, comunicativa, desenfrenada, valiente, inestable. El hombre que irrumpe en la vida de Marie, después de librarla de problemas por el robo de una casaca en una tienda de lujo, pasa de ser un defensor a ser una suerte de anticristo, un personaje que se aparece como un salvador al comienzo, pero que resulta ser un parásito, un catalizador que desencadenará el fatídico final.

Uno se puede imaginar qué es lo que tiene Isa, que no posee Marie, y que fue determinante para que el filme terminará de la forma que lo hizo: tal vez algo de humanidad, algo de eso que la hace agradable a las personas, sangre ligera mezclada con sensibilidad y compresión. Es por esa comprensión que llega a vincularse tanto con la pobre Sandrine, hasta llegar a visitarla y preocuparse por ella, sin conocerla. No es egoísta. Marie sí lo es, al parecer, y ese es su error: tener menos escrúpulos. Todo esto nos recuerda que uno no puede juzgar a un libro por su tapa; que, detrás de esa tez blanca, ese pelo rubio y esa expresión vacía, de no matar ni una mosca, Marie esconde una agresividad silenciosa. Ésta es evidente cuando explota y se pelea con aquella otra rubia en el bar. Ella tiene ese carácter. Sólo así se explican las decisiones que toma; como la última, que casualmente la toma, callada, a pocos metros de Isa, como si hubiera decidido que ya no hay un lugar donde buscar la vida que tanto añora.
(César Pancorvo)

February 7, 2009


EN EL VALLE DE LAS SOMBRAS
Por Diego Cabrera

La era Bush terminó y el arribo de Obama abrió una luz de esperanza en los descreídos corazones de sus compatriotas; no obstante, la herida que durante su gobierno se le infligió al pueblo norteamericano tardará mucho tiempo en sanar, si es que lo hace. En el Valle de las sombras, la última realización de Paul Haggis, el director de la ganadora del Oscar a la mejor película en el 2006, la sobrevalorada Alto Impacto, y guionista de algunas de las últimas obras de Clint Eastwood (Golpes del destino, La Conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima) es una prueba contundente de ello, más aún cuando su historia está basada en hechos reales que datan del 2003.

Hank Deerfield (Tommy Lee Jones en una interpretación sensacional que por su laconismo y morosidad nos recuerda al Sheriff Bell de Sin Lugar para los débiles) es un veterano de la Guerra de Vietnam que parte de Tennesse a Nueva México en búsqueda de su hijo ante la noticia de que éste ha sido declarado ausente sin autorización tras regresar con su unidad de La Guerra en Irak y no presentarse en su base militar. Lo que él no sabe es que los descubrimientos de tal investigación le depararán la mayor decepción de su vida.

En el Valle de las sombras disecciona las secuelas de la guerra en la figura de un patriota norteamericano que no admite cuestionamientos al belicismo de su país, ni mucho menos a las maquiavélicas formas que lo motiva. Aquel que es capaz de persuadir a su prole de que la única manera de vivir es sirviendo a la patria y sacrificando la vida en nombre de la “democracia”.

Es por ello que la desilusión de Hank una vez revelado el destino de su hijo y los pormenores del mismo, una vez descubierta la verdad que tanto reclamaba, se percibe tan profunda. Y es que la venda que cubría sus ojos se ha descubierto con la tragedia de una doble pérdida que lo ha llevado a izar “su” bandera en señal de auxilio.

Para Hank, para la mayoría de norteamericanos que han sufrido las consecuencias de la guerra, los Estados Unidos dejo de ser el Valle de Elah (título original de la película), aquel territorio donde el pequeño David, luego de confrontar sus temores, venció con una honda al inmenso Goliat, y se convirtió en El Valle de las Sombras; dejaron de ser los personajes valientes de la parábola, pasaron a ser los monstruos.

Fecha de estreno en el Perú: 18 de diciembre del 2008

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December 23, 2008

Cine nacional septiembre-noviembre 2008

Muchos estrenos, poco cine


Al margen del predecible resultado de sus taquillas (todas juntas no llegaron siquiera a los 250 mil espectadores), el saldo artístico del boom de estrenos de películas nacionales (5 en 63 días) dejó mucho que desear. A continuación un recuento crítico de las mismas.

Por Diego Cabrera



Vidas Paralelas nos remite a Paloma de papel y lamentablemente no solo por su desafortunado, por no decir discriminatorio, casting. ¿Acaso no existen en nuestro medio actores serranos —porque ahí es donde ocurren principalmente las acciones del relato y de ahí se supone que son oriundos los protagonistas— capaces de encarnar senderistas, o sea de recitar proclamas irracionales, poner cara de malo y fintear con una metralleta en la mano en frente a cámaras?

Y es que al igual que el primer largometraje de Fabricio Aguilar, la ópera prima de Rocío Llado y el ejército peruano —la producción corrió por cuenta de dicha institución castrense y de la Universidad Alas Peruanas— presenta una visión maniquea y primariosa de los años más agitados del terrorismo a través de la historia de Felipe (Oscar López Arias) y Sixto (Renzo Schuller), dos amigos de infancia que por cosas del destino tienen que tomar caminos antagónicos en la vida: el primero sirviendo a la patria en las fuerzas armadas y el segundo combatiéndola como senderista.

A contraparte de su “holgado” presupuesto (más de medio millón de dólares), Vidas Paralelas es pobre en ideas, puesto que se limita a reproducir en imágenes cuasi televisivas lo que la conciencia militar le dicta. De ahí que sus estrepitosas elipsis, sus abruptos giros narrativos, sus increíbles amoríos, sus pobres actuaciones, el curioso bronceado de la camarada Bertha (Jimena Lindo) y en especial las transformaciones físicas a lo Michael Jackson que experimentan sus protagonistas entre la niñez y la adultez sean más motivo de risa que de disgusto al lado de la solemnidad de su discurso.

Es hasta cierto punto entendible, o en todo caso predecible, que los miembros del ejército “cierren filas” respecto a los excesos que algunos de sus miembros cometieron en nombre del Estado de Derecho durante la época del terrorismo; lo intolerable es que pretendan exculparse en pantalla grande, a nivel nacional y a expensas de la encomiable labor de la CVR.

Menos detestable es la última película de Francisco Lombardi, no obstante el indescifrable humor del Capitán Burdeles (Gustavo Bueno). El director tacneño tuvo que reciclar una de sus mejores trabajos para reflotar su carrera luego de los desastrosos saldos artísticos de Ojos que no ven (2006) y Mariposa Negra (2003). Pero Un cuerpo desnudo no es Los amigos, así se le quiera parecer.



Si bien la puesta en escena es similar en su condición intimista (la trama se desarrolla en ambientes claustrofóbicos donde se dan lugar situaciones límite que, con el correr de los minutos, a medida que el alcohol toma mayor protagonismo, harán que los personajes pierdan los papeles)y en su dramaturgia (Lombardi vuelve a apostar por el talento interpretativo de sus actores más que por la construcción de un argumento sólido), los temas tratados son prácticamente los mismos (el machismo, la sexualidad frustrada y el sexo como mercancía capaz de aplacar el deseo, las relaciones amicales y su relación con el alcohol) y la mayoría de los actores convocados son —tal como en el episodio de Cuentos inmorales (1978) que le sirve de modelo— debutantes o poco conocidos en el medio que salen airosos de su primera experiencia (tal es así que más allá de las performances de Haysen Percovich y José Miguel Arbulú, quien se lleva todas las palmas es la imperturbable Carla Ballenas y su cuerpo, quien aquí realiza la mejor interpretación femenina de la filmografía de nuestro más afamado realizador), Un cuerpo desnudo toma distancia de Los amigos por su afán exhibicionista y su apuesta por el absurdo.

El detonante del drama, el cuerpo inerte de una mujer, es el pretexto perfecto para descubrir innecesariamente una fisonomía demasiado armoniosa, casi quirúrgica, que se contrasta con la flacidez, delgadez y adiposidad del conjunto de fisgones que la merodean sigilosamente como tiburones a su presa. En ese sentido, la película se emparenta con recientes exponentes fílmicos del calateo indiscriminado, como Django (2002), Mañana te cuento (2005) y su infame secuela (2008).

Pero la sin razón no solo tiene que ver con la desnudez de la mujer que le da el título a la película, sino también con las reacciones que esta suscita entre sus ‘cuidadores’. Los cuatro amigos que se reúnen una vez al mes para tomar pisco y jugar al póker mientras conversan de “la vida” permanecerán fieles a su ritual, a pesar de que en la sala de la casa donde se jaranean yace el cuerpo inerte de la amante de uno de ellos. Salvo el “doctore” (Gonzalo Torres en un papel demasiado dramático para su registro), una versión locuaz de “el mudo” León de Los amigos, los otros tres compañeros actúan motivados por un machismo primitivo que los lleva a no inmutarse de la ‘condición’ de la mujer. Nada se corresponde con la situación que se ven obligados a afrontar, ni sus diálogos poco naturales, ni sus violentos ademanes, ni sus miradas perdidas, ni sus ánimos lúdicos ni mucho menos su lamentable desenlace.



El caso de Pasajeros es diferente. De hecho, sin ser una buena película, es el estreno nacional más destacable del año, algo así como lo que fue Muero por Muriel el año pasado.

El primer largometraje de Andres Cotler vira la mirada hacía los márgenes y los sueños de papel de sus protagonistas. Jano (Pietro Sibille demostrando una vez más que lo suyo son los personajes balbucientes y trogloditas) y Martín (Marcello Rivera) son dos amigos que anhelan marcharse a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Allí pretenden alcanzar a un tercer socio que se les adelantó, luego de una desgracia que llevó a la cárcel a Jano.
Cotler es relativamente puntilloso en la contextualización del universo marginal de su pareja protagónica. Los espacios por los que deambulan lucen abigarrados, sucios y descuidados como sus propias vidas. Pero lo es aún más cuando se adentra en los territorios lumpen de sus personajes secundarios, el Gua Gua, el Mudo y Pedro Hidalgo (Eduardo Cesti interpretando a un despojo humano que irónicamente le insufla vida a la película). Es entre la humareda subterránea que emana del PBC que un grupo de artistas malditos consumen, o en la cotidianidad criminal de un grupo de delincuentes de poca monta y menos dignidad donde se descubren códigos particulares, distantes del lugar común y de cualquier estereotipo relacionado a la sociedad peruana y norteamericana.

En cambio, el interés se pierde cuando el director se aleja de ese submundo que contrasta los ideales de sus (anti)héroes, para presentarnos un romance automático, como el de Martín y Estela (Mónica Sánchez como una prostituta con vocación de monja de la cual se pudo prescindir sin afectar mayormente la trama), una amistad que, si bien se sustenta en la filiación artística, tiene un origen “atropellado” e increíble, como la de Martín y Pedro, escenas de acción en exceso nerviosas y algo efectistas, como las encarnadas hacia el final por Jano, y resoluciones que se apuran con fines parabólicos.



La propuesta de Josué Méndez en Dioses se encuentra a las antípodas de la de Cotler en Pasajeros, puesto que en ella todo es más refinado, desde los rasgos físicos de sus personajes hasta las lujosas residencias que estos habitan pasando por el suculento argumento que ponen en escena. Pero no nos engañamos. Más que a Días de Santiago, el sobre valorado largometraje debut de Méndez, la autodenominada “película peruana más esperada de los últimos años” se parece a un capitulo extendido y mejorado de la miniserie “Esta Sociedad”.

La historia pretende develar el mundo de plástico en el que viven las personas que forman parte de la alta sociedad de Lima, por medio de las mirada atónitas de Elisa (Maricielo Effio en el, hasta ahora, rol de su vida), una sensual arribista que hará todo lo posible para no desentonar en un entorno que le es totalmente ajeno, y Diego (Sergio Gjurinovic), un adolescente con las hormonas revueltas a causa de su bella hermana (Anahí de Cárdenas en el papel de siempre), que vive atormentado por un padre castrante (Edgar Saba personificando al típico patriarca machista y retrogrado del cine peruano: vociferante, vulgar y bigotudo).

Lo que se quiere, entonces, es establecer una dialéctica entre dos caracteres de distinto sexo, origen y condición que quieren trocar sus roles, entre dos sectores, dominantes y dominados, que se contraponen. Por eso las empleadas se muestran cariñosas, comprensivas, al punto que se dejan manosear con tal de no poner en riesgo su “privilegiada” posición laboral, y cuando quieren decir las cosas sin pelos en lengua lo hacen en quechua, de manera que nadie las entiende; y los patrones son en su mayoría hedonistas, libertinos y decadentes. De ahí que Méndez proponga como única salida para el laberinto social que apremia a Elisa y a Diego la identificación mutua, un ponerse en los zapatos del otro literal, así sea necesario subrayar el contraste desde un tugurio en la periferia o desde una mansión en off en Miami.



A diferencia de Dioses, el maniqueísmo no es precisamente lo que caracteriza a El Acuarelista, primera incursión del reputado cortometrajista Daniel Ró en la pantalla grande, sino el trazo grueso o mejor dicho el descuido en el trazo. Esto resulta sobremanera curioso, dado que se trata de una producción de larga data. Pareciera que en esos cinco años que tardó en concretarse al director se le extraviaron algunas hojas del guión y tuvo que improvisar personajes, como el del deportista lisiado que tiene un ligero parecido al actor argentino Guillermo Francella, el cual por su caprichosa aparición nos hace recordar al ya antológico arquero de El bien esquivo.

A su favor podemos decir que hay buenas intenciones. De hecho su discurso sobre el arte es conmovedor y su factura técnica es impecable. El problema es que las acuarelas que con ansias desea pintar el buenote de “T” (Miguel Iza en la piel de un personaje que es todo lo contrario del de Eduardo Cesti en Pasajeros) son, como la propia película, una entelequia a causa de sus buenos vecinos. La galería de espantajos que desfilan frente a nosotros a lo largo del metraje es realmente apabullante. No solo eso. El acuarelista carece de plot, dado que se trata de una sucesión de sketchs irresueltos incapaces de generar cualquier tipo de empatía con el espectador, de provocarle una sonrisa sincera en vez de un rictus apático.

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December 5, 2008

CARTELERA SETIEMBRE
VIDAS PARALELAS
Por César Pancorvo


Un relato y un hilo narrativo interesante, que hasta puede parecer propio de una epopeya, nos sitúan en un contexto muy conocido por todos los peruanos mayores de treinta años: la dramática separación de dos amigos adolescentes, que parecen alcanzar el climax de su amistad antes que Sendero Luminoso ataque su pueblo, ubicado en Ayacucho, y los convierta en enemigos. Resulta una lástima que el desarrollo de la historia sea insuficiente, y el estilo audiovisual de una calidad deleznable.

Sin resaltar para nada, el lenguaje visual del filme es bastante predecible y estándar. Da gusto que, sobre todo al comienzo, hayan aprovechado los paisajes de Ayacucho para darle algo de esplendor a la película; hay algunas tomas en donde se puede apreciar todo el panorama, que sirve para situar al espectador. Estos planos generales, sin ser extraordinarios, son apropiados en una película que se desarrolla, en gran parte, en la sierra peruana.

La mayor parte de la película tiene, por otro lado, giros narrativos y un tratamiento de planos predecible. Por ejemplo, cuando los terroristas toman el pueblo a los pocos minutos de iniciada la película. En esa escena, la música apresura su ritmo, la cámara también se acelera, y hay tomas rápidas que nos indican que algo anda mal. Se podría haber ingeniado una manera más original de presentar este conflicto.

El comienzo parecía prometer una historia arrolladora que dejaría a todos satisfechos. En vez de eso, el espectador se va con el estómago vacío, como si algo hubiera faltado. Es como si no se hubiera completado la epopeya que se prometía al inicio.

Hay una escena conmovedora donde una madre, cuya hija fue violada y asesinada por los senderistas, llora y se lamenta frente a los dos muchachos. Se puede apreciar muy bien su expresión, la cámara nos ayuda a eso, y se imponen los gritos de la hija fallecida en el fondo. A algunos podría gustarles lo logrado en esa escena; otros la podrían tildar de pretenciosa, pero debería haber más partes así, que eliminen la monotonía y pesadez del filme.

No hay una propuesta concreta, uniforme, sobre el estilo visual: no hay un director que imponga su estilo. Hay muchas pequeñas escenas que se entrometen y rompen el esquema general, como, por ejemplo, cuando se muestra un mapa del Perú y se hace un acercamiento o zoom in. ¿De donde salió aquel mapa? Fue, creo, un exabrupto o bache en el estilo visual.

Además de eso, hay una escena de acción –una confrontación entre los militares y los terroristas, que buscan rescatar a una versión alterada de Abimael Guzmán– bastante sosa y común, que no emociona.

No obstante, otras partes de película magnetizan al espectador y lo mantienen atento, como cuando se está apunto de dictar la sentencia de uno de los protagonistas, al final del filme. Este personaje pronuncia un discurso sensible y persuasivo, que puede sugestionar al público, mientras la cámara pasa, muy pero muy lentamente, de plano medio a primer plano. Sin duda, Vidas Paralelas es una película que tiene sus mejores momentos –los más dramáticos– en escenas pausadas y parsimoniosas como esa.
Fecha de estreno: 25 de setiembre del 2008.

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November 4, 2008

CARTELERA OCTUBRE

CEGUERA
Por Diego Cabrera

Más allá de las tendencias que rigen el cine latinoamericano actual, y que pueden derivar en encasillamientos que siempre resultan relativos, negar que algunos de sus principales referentes se valen de lo más patético de nuestra condición tercermundista para hacer carrera sería un cinismo. El problema, lógicamente, no reside en tal determinación, sino en la forma como ésta se ejecuta. Ya en los sesenta el ‘cinema novo’ brasilero demostró, a partir del retrato crudo pero honesto, con un afán reivindicativo para nada complaciente, que la precariedad alberga una entrañable belleza; no obstante, en los últimos años, la figura se ha invertido, y son más los cineastas que se regodean en la miseria, maquillándola y dándole un aspecto más acorde con nuestra agitada época, que aquellos que buscan llamar la atención sobre ella más allá de lo epidérmico, desde una perspectiva crítica.

Dentro de esa pragmática mayoría destaca Fernando Meirelles, el director de Ciudad de Dios (2002), una de las películas latinoamericanas más controvertidas de los últimos tiempos. Su ultima realización, Ceguera, basada en la novela “Ensayo sobre la ceguera” de José Saramago, retoma algunos de los tópicos tratados en el filme sobre las favelas, que habían sido matizados por la vocación romántica de su penúltimo trabajo, El jardínero fiel (2005), pero en un contexto diferente.

Ceguera no se circunscribe a algún lugar en especial, mucho menos a un régimen político o a una coyuntura social. Sus pretensiones son, acorde con el deseo del nobel portugués, que cedió los derechos de su obra tras diez años de fallidos intentos, ecuménicas. Aunque, más allá de las condiciones impuestas por el literato para su realización, su verdadera aspiración es dar cuenta de la degradación humana, sin miramientos ni contemplaciones, no importa si para ello es necesario mostrar un plano cerrado de un cadáver siendo devorado por una jauría, una violación colectiva cuyo origen es una situación forzada e inverosímil o una beligerancia desalmada e irracional.

A partir del relato de una ciudad que de pronto se ve sorprendida por una epidemia que enceguece a las personas sin una razón aparente, y que ‘obliga’ a las autoridades a declarar en cuarentena a los primeros ‘infectados’, recluyéndolos en un hospital que no les ofrece ningún tipo de remedio a su mal, el director brasileño pone en escena un nuevo espectáculo de la miseria, solo que sin niños que juegan a la guerra de verdad, con un enfoque menos nervioso que el que lo caracteriza, pero con recursos igual de efectistas (desenfoques, fundidos en blanco, y demás artificios que pretenden significar el mundo de los ‘ciegos lechosos’), giros narrativos ilógicos (un recluso armado en un centro de máxima seguridad, un invidente natural que nada tiene que ver con la epidemia encerrado junto con los ciegos ‘infectados’) y un tufillo sentencioso (en las voces del oftalmólogo protagonista y el ‘tuerto poeta’) que la aleja de la (irónicamente) festiva Ciudad de dios.

Quizá Meirelles quiso aprovechar la ocasión que le brindaba la novela de Saramago para ser Pasolini, pero su sensibilidad le alcanzó para emular al Gonzáles Iñárritu de Babel (2006). Y es que el cine, tal como lo manifestará en vida el polifacético cineasta italiano autor de Pocilga (1969), es el único arte capaz de reproducir la realidad, de escribirla por sí misma y con ella misma, sin modificarla. Ceguera pervierte a la realidad y al ser humano hasta convertir a este último en una cruel caricatura de sí mismo; de ahí que su “cinematografía” sea, en cuestión de principios, una quimera.

CARTELERA SETIEMBRE

BUSCANDO UN AMOR
Por Diego Cabrera

Wong Kar-Wai debe ser uno de los cineastas contemporáneos que despierta mayor entusiasmo entre los cinéfilos con cada una de sus estrenos. Su séptima película, Con ánimo de amar (2000), la primera estrenada comercialmente en nuestro país, lo terminó de encumbrar como un esteta capaz de formular no solo historias visualmente seductoras sino también emotivas e incluso poéticas, luego de alcanzar cierto prestigio con obras de culto como Chunking Express (1994) o Happy Together (1997). No obstante, su último trabajo, Buscando un amor (2007), debe de haber dejado a sus seguidores, sino inconformes, al menos contrariados. Y es que, a la luz de su filmografía, ésta resulta sosa, desabrida, repetitiva, artificial y calculada, y lejos de significar un nuevo impulso para su carrera, puesto que se trata de su primera película rodada en los Estados Unidos, representa su punto más flojo.

La trama es típica de su cine: una pareja de melancólicos se encuentran en una ciudad llena de neón, nace entre ellos una bonita amistad y quizá algo más hasta que uno de ellos decide partir hacia un destino incierto con el objetivo de reencontrarse consigo mismo y reencauzar su vida. Ese Plot sumado a sus clásicos ralentis, acelerados, desenfoques, saturaciones cromáticas, juegos de cámara entre otros tantos recursos fílmicos que pretenden darle cualidades etéreas a los personajes, inmortalizar momentos o perpetuar recuerdos conforman los mismos ingredientes que antaño le permitieron elaborar “manjares audiovisuales”, solo que esta vez el resultado fue una tarta de ciruelas de cuestionables sabor. Y es que Buscando un amor posee un guión desarticulado, plagado de personajes desangelados, verbosos y demasiado artificiales, una fotografía más videoclipera que preciosista, menos inspirada que formulista, y un casting que además de desacertado probablemente condicionó la elección de buena parte de la música intradiegética, que a punta de repetición pretendía hacer pasar la música de Norah Jones por clásicos instantáneos como los que acompasaron las mejores películas del realizador chino.

Por más de veinte años Wong Kar-Wai ha estado filmando la misma historia, pero siempre con la intención de explorar a partir de ella la sintaxis fílmica para transmitirle emociones al espectador. Paradójicamente, en el lugar donde “las imágenes empezaron a hablar” Wong nos provocó, por primera vez, solo bostezos.
Fecha de estreno en el Perú: 11 de setiembre del 2008.